miércoles

Alberto Guerra Naranjo, "Entresures" - Cuento


" ¡Ah, la nieve!, desde niño la he soñado. Quienes viven en la nieve, supongo, sueñan con el sol radiante; no lo sé, no me importa. El asunto es que las cosas no iban bien, nada bien..."


















Entresures

Mi hermano y yo jamás fuimos parecidos ni en el físico ni en las ideas. Pero desde pequeños y en contra de nuestra propia voluntad, mi madre se empeñaba en que al menos en el físico lo fuéramos. Trataba de vestirnos iguales, de peinarnos iguales y de comprarnos los mismos juguetes. Todo para que en el solar, cuando estábamos a punto del paseo, los vecinos soltaran el mismo comentario: “Aunque se llevan un par de años, parecen gemelos”. Luego, ya en San Lázaro, o en Belascoaín, o en el Parque Maceo, su regocijo llegaba al paroxismo cuando alguien decía: “Señora, sus hijos son como dos gotas de agua”. Siempre en el mismo banco esperaba a que cayera la tarde, mientras nosotros, sumergidos en los juegos de la edad, nos íbamos ensuciando la ropa; pero se sentía feliz, muy feliz, contenta con mirarnos, sin pronunciar palabras.

A veces pienso que todo fue un pretexto, que desde aquel banco su vista se perdía más allá, en el mar, en el horizonte, en el norte, donde estaba nuestro padre.

Las salidas al Parque Maceo, casi todas las tardes, ahora lo comprendo, fueron su modo de conversar con el hombre que siempre aborrecí, por haberse marchado en una balsa, y por habernos dejado a la buena de Dios. Mi hermano, por el contrario, y esto fue causa de abismales diferencias, semilla de discusión, vórtice de escándalos en el solar, creció con la idea de encontrarlo. Aunque le desconociera el paradero, aunque jamás hubiera recibido una señal, aunque sólo tuviera como pista el vago recuerdo de su mano acariciándolo y una foto amarillenta, guardada con celo en la parte del colchón que le tocaba, y aunque el tipo de la foto tuviera menos parecido con él que conmigo, cuando creciera, tal como hizo finalmente, iba a partir para encontrarlo.

Fue una noche lluviosa y con peligro para embarcaciones menores, según dijo la radio. Pero mi hermano, con un grupo de socios del solar, y con riesgos de que sosobrara la balsa, estuvo decidido.

Mi madre, para que no zozobraran, tal como hizo con el señor de la foto amarillenta, prendió velas, consultó babalawos y cumplió las promesas al pie. Yo, como siempre ocurría con los asuntos de mi hermano, me enteré tarde, cuando en todos los rincones del solar el grupo de balseros era pasto de intensos comentarios.

Entonces, para escapar de la sombra de mi infancia, del Parque Maceo, de la nostalgia de mi madre en aquel banco y de la asfixia del solar, estudié como nunca, me superé como nunca, hasta convertirme en ingeniero. Mi hermano, al igual que el señor de la foto, jamás nos dijo algo en una carta. Supimos que no habían zozobrado muchos años después, cuando ya no habitábamos el cuarto.

En una microbrigada trabajé de albañil, de carpintero, de cualquier cosa, y me gané un apartamento, un refrigerador y un televisor hecho en Rusia. Trabajé, además, para alcanzar la paz de cierta esposa y la ausencia total de comentarios acerca de mi padre y de mi hermano.

Era feliz, o al menos eso pensaba. Pero no siempre lo añorado se consigue, no siempre. A pesar del acuerdo que convine con mi madre, a veces la veía en los rincones, ausente, como perdida entre sus canas, como vencida en la nostalgia. Y era triste, muy triste, tanto como ver que se malogra un buen proyecto empresarial por falta de recursos y por la mala intención de mi jefe; o como estar a punto de ganarme el único Lada que otorgaron en la empresa y fracasar; o de lograr mi primer viaje, el primer contacto con la nieve, y que ocurriera lo de siempre. ¡Ah, la nieve!, desde niño la he soñado. Quienes viven en la nieve, supongo, sueñan con el sol radiante; no lo sé, no me importa. El asunto es que las cosas no iban bien, nada bien, cuando apareció mi hermano.

Vino con regalos, repleto de dinero, pero muy cambiado, tanto que cuando visitamos el solar nadie pudo imaginar quién rayos era. Las dos gotas de agua, ahora más que nunca, necesitaron la urgencia de mi madre para parecerse un poco. Mi hermano conoció al señor de la foto amarillenta, según nos fue contando, vivió con él un tiempo, pero lo abandonó después, cuando comprendió que en aquel hombre el pasado era un rencor mucho mayor que la nostalgia. Mi madre, él y yo, sin mucho esfuerzo, olvidamos las antiguas discrepancias; fuimos capaces, incluso, de caminar Belascoaín, San Lázaro y de sentarnos en el Parque Maceo. Él se emocionaba a ratos con las calles, con algunos edificios que no estaban, hasta con los pioneritos que salían de las escuelas en tropel. Yo, por mi parte, le preguntaba si la nieve era muy fría, si de verdad abundaba el hielo en ciertas calles.

En el aeropuerto, después de unas cervezas, lloró como un niño y me abrazó con fuerza. Allí, en medio del salón, estábamos los dos, tan diferentes, pero tan idénticos, a punto de no vernos otra vez por mucho tiempo. Quiero quedarme, dijo, y yo, desconcertado, le sostuve la mirada. Quiero tocar la nieve de una vez, le dije. Entonces, con naturalidad, como si se tratase de un trámite corriente, puso su pasaporte en mi bolsillo y me volvió a abrazar: “No lo pienses más, hermanito, anda a conocerla”, fue su última frase, y aquí estoy, en este asiento de avión, como si fuera él, y sin que mi madre tenga que vestirnos iguales para que seamos dos gotas de agua.


Alberto Guerra Naranjo
La Habana- Cuba.
Escritor.
1961

"Biblioteca Gustavo Riccio"

 
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